Morir dignamente es un derecho, y como tal debemos reivindicarlo.

Tenemos derecho a decidir sobre nuestra muerte, porque forma parte de nuestra vida.

El caso de María José y Ángel, conocido en estos últimos días, ha devuelto al debate público la necesidad de una Ley de Eutanasia

Dos de los derechos más inviolables que, como personas, tenemos son el de la vida y el de la libertad.

Precisamente por ese doble derecho, inalienable, cuando el de la vida está gravemente afectado por unas condiciones de salud extremas e irreversibles, cuando la existencia depende de medios extraordinarios, o de estar conectado/a a máquinas de supervivencia, o sometido/a a estados vegetativos, debemos ser honestos y resolver un dilema. En estos casos ¿estamos procurando por la vida? o ¿estamos prolongando innecesariamente la agonía?.

Es entonces cuando, en función del derecho de libertad, la persona afectada debe tener derecho a elegir una muerte digna. Este derecho es inseparable del derecho a una información veraz y rigurosa que, ante una situación irreversible o terminal, permita decidir con el necesario conocimiento de causa si decidimos morir, si renunciamos libre y voluntariamente a una no deseada prolongación de nuestra existencia. Y aquí viene el derecho a morir con la misma dignidad con la que se ha vivido, derecho que significa decidir el momento de nuestra propia muerte con la misma autonomía que hemos tenido en nuestra vida. El concepto de morir dignamente, así como el de ayudar a morir dignamente, debe ser entendido como el respeto a la decisión de la persona que elige cuándo morir.

Asegurar la plena dignidad de la persona en todo su ciclo de vida nadie lo discute, ¿por qué discutir su derecho sobre su propio proceso de muerte?.  Una Ley de Eutanasia, de Muerta Digna, es necesaria en un estado democrático porque desarrolla derechos y determina deberes. Debe regular, y garantizar, derechos de la ciudadanía, derechos del paciente, y deberes del personal sanitario, atribuyendo obligaciones, también, para las instituciones sanitarias, tanto si son públicas como si son privadas. Debe regular todo lo referente a la obligación del personal sanitario de dar la información adecuada, una información que debe quedar recogida y reflejada en la historia clínica. Debe garantizar el respeto hacia las preferencias del paciente, bien si las ha expresado mediante consentimiento informado o mediante testamento vital y debe asegurar, cuando así lo ha decidido, la ayuda necesaria para morir dignamente cuando el o ella lo decida.

Debe obligar a que los centros sanitarios garanticen el acompañamiento familiar en estos casos, una adecuada atención a la persona enferma, tanto en lo que se refiere al dolor como en lo referente a cuidados paliativos, recogiendo la posibilidad de prestarlos en el centro sanitario o en el domicilio, siempre respetando la decisión libre y personal de la persona enferma o, en el caso de que no pueda decidir o no esté en condiciones de hacerlo, de sus familiares y allegados. El derecho de cada persona afectada está por encima de cualquier objeción de conciencia de los/as profesionales o de criterios médicos que prolongan la vida a una persona cuando ésta ya no tiene opciones de recuperarla en plenas condiciones y, también, por encima de las opiniones de la Iglesia católica o cualquier otra confesión.

Las personas somos los únicos dueños de nuestra vida y por eso somos los únicos dueños de nuestra muerte. Tenemos derecho a vivir, y se vive cuando se siente, cuando se ama, cuando se habla, cuando se huele, cuando se besa y abraza,…. no cuando se respira únicamente, no cuando se está conectado/a a un aparato.

Morir dignamente es más que morir libre de dolor, es más que disponer de los analgésicos y tranquilizantes necesarios. Morir dignamente es el último derecho que debemos poder ejercer.