Hoy, con la celebración de lo que llaman «semana santa», oiremos por todos lados que hoy recuerdan a quien, al menos eso dicen, murió en una cruz.
Yo quiero recordar a Miguel Hernández. Al poeta del pueblo.
Lo hago porque tal día como hoy, hace 71 años, murió Miguel Hernández en la enfermería de una cárcel de Alicante. Murió abandonado, murió con los ojos abiertos porque nadie había con él para cerrárselos. Miguel estuvo preso y fue condenado por el franquismo por su declarada simpatía hacia la República.
Un día como hoy, de madrugada, el poeta del pueblo, nuestro poeta, murió. Una bronquitis mezclada con tifus y tuberculosis acabó con su vida. Quedaron sus versos, su obras, su compromiso, su lucha y su vida.
La dura, pero intensa, vida que vivió en sus 31 años le dió tiempo suficiente para convertirse en uno de los poetas más grandes de del siglo XX y para dejarnos poemas que se clavan dentro.
Me gustan sus Nanas de la cebolla. Cómo nos dejan ver el sufrimiento de un padre encarcelado que sabe que su mujer tan sólo tiene pan y cebolla para ella y para su hijo.
Siento ganas de llorar cada vez que leo esas Abarcas Desiertas que nos dicen como se ensaña el mundo con un niño cabrero.
Vivo la solidaridad con el Rayo que no cesa. Me siento orgulloso de ser como quienes aparecen en los Vientos del Pueblo.
Me reconcilian conmigo mismo todos esos otros poemas suyos que recorren todas sus experiencias vitales. Leyendo sus obras se siente uno niño cabrero, pastor adolescente y soñador, trabajador perteneciente a su clase y, también, preso condenado a muerte.